viernes, junio 10, 2016
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por Zortzigarrentzale

Recientemente un alto cargo financiero y un ministro han dicho que los contratos indefinidos “son cosa del pasado”. Las estadísticas confirman que el número de estos contratos es exiguo.

Se trata de una situación inadmisible. El trabajador tiene derecho a una estabilidad que le garantice, dentro de lo posible, un futuro; que le permita hacer planes de su vida. Cuando alardeamos del progreso no podemos resignarnos a volver a los tiempos en que los obreros salían a la plaza por la mañana y el empresario tomaba los que le parecían convenientes para las labores del día. Situación inadmisible, pero es lo que hay. ¿Cómo hemos llegado a ello?

Si volvemos la vista un siglo atrás veremos que las empresas, aún las más importantes, tenían un dueño. Éste podía ser una persona o una sociedad anónima cuyos componentes más importantes eran conocidos.

Paulatinamente las entidades bancarias van controlando las sociedades anónimas. Y van adquiriendo importancia las participaciones de pequeños accionistas, que ponen un dinero pero con un poder de decisión que es nulo. Las empresas eran estables. Producían artículos que llenaban una necesidad social. Tenían asegurado el trabajo. La estabilidad daba al trabajo el carácter de algo que formaba parte de la empresa. Por eso se llegó a hablar, y poner en práctica, la participación del trabajador en los beneficios. La vinculación del trabajador con la empresa llegó, en algunas ocasiones, a ser extensiva a la familia del mismo. Concretamente, en la que un servidor prestó sus servicios, conocí a la tercera generación de trabajadores de la misma. El abuelo había entrado de peón. El padre trabajaba en un puesto subalterno. Y el hijo entraba en un despacho “de moqueta”. La empresa tenía por norma dar preferencia a los hijos de los trabajadores. Ésta norma constituía un acuerdo suscrito, antes de 1936, entre las compañías de ferrocarriles y los sindicatos. Lo cual provocó el escándalo del liberal Salvador de Madariaga, que veía en ello un tufo de monarquismo.

Pero las circunstancias han cambiado. En el campo siderúrgico, que es el que he vivido, las nuevas tecnologías han reducido considerablemente el personal necesario. Han propiciado la construcción de plantas gigantes que han hecho desaparecer a las de menor tamaño. Entre ellas, la que constituyó mi vida profesional. Ésta fue pasando de las manos de los accionistas a las de los bancos. De los bancos al Estado. Finalmente una directriz europea obligó a cerrar. 

En los últimos treinta años ha desaparecido la industria pesada de Vizcaya. En las tres Provincias Vascongadas existían varias siderúrgicas no integrales, algunas famosas por sus aceros especiales, propiedad de conocidas familias. Hoy se han integrado todas ellas. Sus actuales dueños son empresas extranjeras de ámbito internacional que de vez en cuando anuncian reducciones de plantilla y hacen temblar a sus trabajadores.

Lo ocurrido en la siderurgia se hace extensivo a otros campos. Las cajas de ahorro se han convertido en bancos. Unos bancos son absorbidos por otros. Se producen reducciones de plantilla. La inseguridad social aumenta. Jóvenes recién entrados en la cincuentena son jubilados anticipadamente.

En tal situación es impensable pensar la empresa compuesta por el capital y el trabajo. Insistir en nuestro ideal de juventud de integrar armónicamente ambos factores. Hoy el predominio del capital es total. El trabajador es un advenedizo al que se contrata y despide.

Recordamos la canción comunista que oíamos en nuestra niñez: “al burgués insaciable y  cruel, no le des pan ni cuartel”. Ese burgués hoy se ha hecho invisible. Entonces vivía en los elegantes palacetes del Abra de Bilbao. Hoy esos palacetes están vacíos o convertidos en viviendas de pisos.

El trabajador está desamparado. Los sindicatos no sirven más que para organizar huelgas y manifestaciones, que no resuelven nada. En el imaginario tradicionalista el Rey es el protector de los humildes. Al Rey se le ha privado de toda capacidad de proteger a los humildes.

¿Qué hacer? No somos capaces de decirlo. No somos políticos que prometen el paraíso en la tierra sin saber cómo llegar a él. Solamente decir que con el pueblo dividido en partidos políticos, con sindicatos inspirados por distintas ideologías, sin una autoridad indiscutida que defienda los derechos de todos, sin una Verdad fundamento de una justicia social y sin tantas cosas que el liberalismo ha destruido, hemos vuelto a la plaza en la que el amo contrataba a los trabajadores hambrientos por el sueldo más bajo que fijaba la ley de oferta y la demanda.

Sabemos dónde está el mal. A nosotros nos corresponde trabajar para evitarlo y combatirlo. Nadie nos va a regalar el paraíso. Que además es un sueño. Pero sí todos unidos podremos hacer de cada una de nuestras naciones un lugar más justo para nosotros y nuestros descendientes.
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