sábado, abril 11, 2015
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Ese es el título de la voluminosa novela que ha publicado Juan Manuel de Prada; la última por ahora.
Centrada sobre la conocida hazaña de los resistentes en Baler, “los últimos de Filipinas”, se desarrolla a lo largo del bienio en que concluyó la dominación de España en aquellas islas.
Contiene mucha historia pero, como novela, muchas de sus páginas son fruto de la imaginación del autor. El contexto histórico en que se desarrolla es conocido. En nuestra opinión, la inclusión en la misma de personajes y episodios que se salen de lo verosímil puede inducir al lector a creer que otros hechos, rigurosamente históricos, no ocurrieron en la realidad.
Ateniéndonos a esa realidad, la novela nos recuerda la enorme culpa que el liberalismo y la restauración alfonsina tuvieron en la forma con que España abandonó el Archipiélago. Mala para los españoles y funesta para los filipinos. Mérito del autor es recordarnos una verdad que pocos dicen.
Como hechos conocidos, pero que conviene recordar, nos cuenta cómo los soldados movilizados pertenecían, exclusivamente, a las clases modestas. Quienes tenían dinero podían librarse de la movilización pagando una cantidad. El vacío que dejaban se cubría con más pobres. Y eso en un sistema que alardeaba de traernos la igualdad. Estando en vigor una constitución que proclamaba que todos los españoles tenían el deber de acudir a la defensa de la patria. Lo que demuestra que, tanto ayer como hoy, las elásticas constituciones liberales se adaptan a los deseos de los poderosos. Refleja, y ahí no creemos que el autor haya cargado tintas, las inhumanas condiciones en que la tropa era llevada a aquellas lejanas tierras.
La desmoralización de la tropa era manifiesta. Con respecto a Cuba (y suponemos que sería lo mismo en Filipinas) sabemos que los soldados no se recataban en manifestarla. Cantaban un himno que en uno de sus pasajes decía: “el gobierno os servirá de guía y luz” y lo soldados, con un grito unánime, añadían: “¡mentira!”. Eso cuando desfilaban en Cuba, en un acto evidente de indisciplina. Y también, ya repatriados y licenciados, cuando coincidían unos cuantos.
La gran verdad es que la acción civilizadora de Filipinas recayó fundamentalmente en las órdenes religiosas. Los gobiernos liberales y masonizados, utilizaron las islas (al igual que en Cuba) como una mina para los ineptos funcionarios que allí enviaban. Mucha libertad, igualdad y fraternidad en los papeles, pero en la práctica “coger donde hay”. La rebelión tagala era inevitable. Pero no se rebelaban propiamente contra España, sino contra sus gobiernos liberales que, con su política, ofendían los principios que los frailes les habían inculcado.
La novela de Juan Manuel de Prada nos lo pone de relieve. Antes de leerla uno considera la rebelión como una lucha de filipinos contra España. Y piensa en éstos como enemigos. Después de leerla, los enemigos se convierten en hermanos. Se empapa de la idea de que filipinos y españoles fueron víctimas de los gobiernos liberales de la Restauración.
La esencia del liberalismo es la ruptura de vínculos, la siembra de la discordia. También rompió los que unían a filipinos y españoles (extendamos eso a cubanos y españoles) Seguramente que la independencia de las islas era inevitable. Pero se podría haber hecho en otras condiciones. Sin guerra y sin los males que conlleva y manteniendo vínculos.
Porque Filipinas no alcanzó la independencia. Fue entregada a la potencia occidental más agresiva e imperialista del orbe por una cantidad de dinero que nadie supo a dónde fue. Apunta el autor que, después de luchar contra los españoles, los filipinos se enfrentaron a los invasores americanos.
La novela ha destruido la idea mítica que teníamos de la resistencia de Baler. Pero nos ha reafirmado en la gloria de la obra de España. Gloria que se ha podido apreciar estos días contemplando la recepción, única, que se le ha hecho a Su Santidad. Allí sigue España.

Carlos Ibáñez Quintana.

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