lunes, julio 21, 2014
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por Jorge P., delegación carlista de Vida y Familia


Soy del convencimiento de que la defensa de la Vida no es coherente ni fructífera si no asumimos en toda su integridad que la misma transcurre desde la concepción hasta la muerte natural. Esto implica que de ningún modo reduzcamos la lucha por la Vida a su principio (luchando contra el aborto) y a su final (contra la trampa mortal de la eutanasia): si nos alegramos ante un nuevo embarazo o nacimiento y lloramos ante la muerte de alguien, lo coherente no puede ser sino aplicarnos al máximo en defender la dignidad de la persona en lo que va entre esos dos trascendentales momentos en nuestras vidas.

Hace poco nos hemos enterado de un informe de UNICEF que arroja datos alarmantes sobre la situación de los niños en España, en cuanto a sus condiciones de vida (más de 2,3 millones viven en la pobreza), una tasa de abandono escolar que es la mayor de Europa y por supuesto una tasa de natalidad en descenso progresivo, lo que nos conduce a un más que evidente precipicio demográfico y desequilibrio social.

Ante este panorama todos nuestros esfuerzos, que han de ser urgentes pero sólidos, son pocos ante la magnitud de la tarea por delante. Tenemos que recordar, una vez más, que un sistema económico basado en el lucro y el endeudamiento especulativo conduce irremediablemente a sacrificar las necesidades humanas más elementales en aras del crecimiento perpetuo si de ello no se deriva un beneficio económico. Recordemos, también, que ningún “pacto de estado” como el propuesto en el informe de marras o el que ha propugnado “para la infancia” cierto partido de ámbito catalán, son suficientes ni pueden ir a la raíz de los problemas que acaban sufriendo los más indefensos, en este caso, los niños españoles.

Por supuesto, un escueto artículo como el presente no puede abordar con profundidad todas las causas subyacentes en los alarmantes datos a los que hacíamos referencia, ni puede limitarse tampoco a proclamar sólo propuestas doctrinales que, no por muy necesarias, nos han de impedir tomar cartas en el asunto de manera inminente, dentro de nuestras humildes posibilidades. Porque en efecto, denunciamos como tradicionalistas el sistema económico capitalista y denunciamos el derrumbe de la Sociedad con mayúsculas, donde el individualismo liberal nos ha dejado a merced, paradójicamente, de la actividad del estado, sin que la amplia red de agrupaciones naturales de antaño, empezando por la familia, encuentre ya fuerzas suficientes como para servir de colchón social ante las adversidades.

Así, nosotros no podemos rehuir ni la batalla en el terreno doctrinal ni mucho menos el de las medidas concretas e inmediatas. Hemos de aplicar en toda su extensión el principio de subsidiariedad en Educación, para asegurar la libertad de los padres por ejemplo a la hora de elegir, impartir o promover centros o asociaciones educativos, coordinados subsidiariamente por agrupaciones o corporaciones de profesionales de la educación, favoreciendo en su caso medidas de ayudas como el cheque escolar siempre que motivos económicos impidan a los padres la libertad de educar a sus hijos. Habremos de buscar el reconocimiento de la familia natural como institución básica y fundamental de la sociedad facilitando el acceso de los matrimonios jóvenes a la vivienda (por ejemplo, con atribución de puntos en licitaciones públicas); o proponer incentivos fiscales agresivos favoreciendo la unidad familiar a la hora de presentar la Declaración de la Renta conjunta en detrimento de la individual (no como ocurre ahora); proponer, en la medida en que la sociedad no alcance mediante instituciones organizadas al efecto, incentivos (económicos y no económicos) a la natalidad, protegiendo a los padres en el ámbito laboral facilitando una verdadera conciliación de la vida laboral y familiar (por ejemplo estableciendo la prohibición de apertura de comercios los domingos o ampliando los permisos de maternidad y paternidad); pedir el impulso y promoción de la adopción o el apadrinamiento dentro del territorio nacional. Y podemos ser algo más ambiciosos pidiendo que se reconozcan expresamente las cargas familiares en el establecimiento de los salarios (con exigen medidas de mayor calado o estructurales que eviten fraudes) o que los aumentos de producción redunden directamente en su salario dentro del razonable bien común de la unidad empresarial.

Son estas medidas apenas enunciadas, no desarrolladas aquí pues no es el lugar. Pero es un llamado a la concreción urgente. Un tradicionalista es lo contrario de un ideólogo revolucionario, porque nunca esperará el establecimiento de una ciudad ideal donde “descansar” dado que, entre otras cosas, sabe que esa ciudad nunca ha existido (y la que existirá no será obra nuestra sino Suya). Es más, sabe que incluso si algún día llegásemos al restablecimiento de una sociedad ordenada naturalmente, aún así, como decía Chesterton, deberíamos vigilar con una “vigilancia casi sobrenatural” “debido a la horrible velocidad con que envejecen las instituciones humanas”. 

Se trata pues, de evitar caer en el pecado de aquellos doctrinarios estériles –idealistas los llamaban Thibon y Lovinfosse- que “prendados de una pureza imposible, no se contaminan las manos, porque no tienen manos”. “Ciertamente –prosiguen Thibon y Lovinfosse- no conocen el éxito ni el fracaso y jamás tienen un traspié; pero es por la sencilla razón de que ni se mueven”.

Que se haya duplicado el número de niños atendidos por Bienestar Social en Cataluña, y que desde la partitocracia se pretenda paliarlo con “pactes per a la infància”, a mi me ha hecho recorrer por la piel un escalofrío por el tufo totalitario que trae consigo. Y creo que esa labor social de denuncia y propuesta es obra nuestra, sembrando desde ya propuestas sin miedo de que necesiten pulirse o de que otros las recojan. Luchar por la infancia es también la lucha por la Vida, así que manos a la obra.


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