jueves, mayo 01, 2014
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El nacionalismo ha sido definido, con argumentos de peso y por personalidades de índole diversa, como una enfermedad. Albert Einstein lo catalogó como "enfermedad infantil", otros hablan de él como una dolencia del alma y los pensadores más profundos no han dudado en dar un paso más y condenarlo como una falsa religión. Ya sea en su versión racionalista francesa o en la idealista alemana todos los nacionalismos dislocan el valor innegable de la Patria, de la Comunidad, para situarlo en el territorio de lo sagrado, allí donde todo es serio y grandilocuente, heroico y dogmático.  

Pero la realidad es que las comunidades humanas, todas nuestras patrias queridas, valdrían poco por sí mismas si no tuvieran su fundamento en un fin externo y bueno. Nuestra Patria Hispana es amable en sí misma pero es realmente más digna y más grande cuando está al servicio de Cristo.  Es justo y bueno amar a los padres, honrar a los antepasados, sacrificarse por los compatriotas, pero no es ahí donde termina el amor a la Patria sino sólo donde comienza.

Los nacionalismos españoles, grandes o pequeños, separatistas o separadores, llevan doscientos años de trasiego perpetuo y no acaban de encontrar su sitio en ese péndulo que va desde el europeismo visionario hasta el cantonalismo estrecho. Además, el sistema partitocrático ha sido el caldo de cultivo ideal en el que han medrado esos políticos populistas que tantas veces han utilizado los cariños regionales para camuflar sus vergüenzas, herejías y corruptelas. 

Nosotros los carlistas, sabemos, como explicaba la profecía de las taifas de Menéndez Pelayo, que no encontraremos el equilibrio hasta que no sepamos poner en su sitio las cosas de la vida política y social. Sólo así conseguiremos ordenar nuestros afectos patrios desde lo más cercano a lo más universal. Por eso, en política, somos los únicos que no vemos contradicción alguna al desear una monarquía foral, una España unida y diversa.

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